Adolfo Muñoz Sanz secretario general de ELA
El autor parte de la constatación de que la crisis es principalmente política, lo que le lleva a deducir que la solución a la misma también ha de ser política. El mayor obstáculo es que el poder político es corresponsable de la crisis y que sus decisiones en materia laboral y fiscal, por ejemplo, siguen encaminadas a beneficiar a los poderosos a costa de los más desfavorecidos. El reto del sindicalismo vasco pasa por «proponer alternativas, socializarlas y movilizar sus fuerzas».
La crisis no es sólo económica, es también y fundamentalmente política. La política hizo aquello que quería el capital y la patronal: conceder más privilegios a los poderosos y dejarles hacer. Y a pesar del fracaso de ese modelo, la clase política no quiere dar marcha atrás. No se quiere dignificar la política si conlleva ir en contra de los privilegiados. Por eso están empeñados en esconder las causas de la crisis. Si aceptáramos no hablar de causas y que las oculten con mucha propaganda, les dejaríamos el camino libre para seguir haciendo lo mismo.
¿Qué ha sucedido? Que el poder económico logró que el poder político se pusiera a su servicio para favorecer una economía esencialmente especulativa. Reformas orientadas a acumular capital, desregular y especular en todos los mercados posibles, provocando un reparto de la riqueza aún más injusto. Decían que el beneficio privado era la inversión productiva de mañana y los empleos de pasado mañana. Falso. Una parte del movimiento sindical denunció el componente especulativo de los beneficios, pero pretendieron ignorarnos. Al fin y al cabo, los gobiernos han actuado como si de una extensión del poder económico se trataran.
Hay mucha hipocresía. Se permite dar clases de ética uno de quienes más provecho ha sacado de esta situación de crisis. Así, Francisco González, presidente del BBVA, en una entrevista en «Financial Times» afirmaba: «Las dos principales causas de esta crisis son una pobre regulación y la codicia de muchos banqueros» (sic). Si nos descuidamos, esta gente nos roba también el discurso. Crearon un sistema que «garantizaba» ganancias obscenas y sus medios de comunicación lo presentan como un ser honorable.
Política laboral. Para masificar beneficios se impuso precariedad y bajos salarios porque así -decían- las empresas ganaban en «competitividad». Falso. Ganaba el empresario, y mucho. Sabemos que no van a reconocer el fracaso de ese «modelo». Siguen en lo mismo. La patronal y quienes más se destacan defendiendo sus intereses (PP, CIU, PNV...) reclaman en Madrid una nueva reforma laboral para «acabar con la dualidad contractual entre los contratos indefinidos y temporales». Lo harían de la única manera que saben: igualando los niveles de precariedad para todos. Con el argumento de reducir la temporalidad han exprimido el Derecho laboral hasta hacerlo irreconocible y así dar más poder al empresario. Quieren seguir igual.
Las leyes a favor del empresariado abrieron el camino al beneficio fácil y convirtieron a la patronal en una pedigüeña, permanentemente subvencionada. Ese «sistema», aceptado por gobiernos, ha encontrado siempre como solución más precariedad y dinero para las empresas. Pues bien, el déficit histórico y estructural de muchas empresas en I+D+i, el bajo peso relativo de la industria, la dependencia tecnológica exterior... tiene que ver con ese «modelo». ¿Para qué realizar inversiones necesarias siendo tan sencillo ganar dinero en lo especulativo? La precariedad ha significado para la patronal una ventaja comparativa muy importante y, además, una falta de aliciente. Lograron más beneficios que nunca y en vez de destinarlos a inversión productiva los llevaron a mercados especulativos. Jan Kregel, una autoridad mundial en finanzas y desarrollo, decía en una entrevista reciente: «No hay ningún caso en la historia en el que un aumento de la flexibilidad en el mercado laboral haya disminuido el paro». Es igual. No es un problema científico, son intereses. La clase política no va a hacer caso a esas opiniones porque hace política por encargo de la patronal.
Política fiscal. Algo parecido sucede con la fiscalidad. El Concierto y el Convenio Económico se han utilizado para dejar dinero en el bolsillo de los ricos. Reducir tipos a las rentas altas, quitarles impuestos (Patrimonio), crear figuras opacas para imitar a los paraísos fiscales (SICAV), eliminar la progresividad a las rentas de capital, consentir el fraude... Es muy difícil hacer una utilización más antisocial de esa capacidad normativa. Sólo decir que una presión fiscal similar a la media de la UE permitiría recaudar 5.300 millones de euros más. Un dinero imprescindible para necesidades sociales.
Dice la patronal que subir los impuestos al capital afecta negativamente a la «competitividad». No. Afecta al bolsillo de quienes hace tiempo decidieron que no quieren pagar impuestos. Si el argumento patronal fuese cierto, en Suecia, Dinamarca, Noruega, Alemania, Francia... las empresas habrían huido y estarían instaladas en Zimbabwe. No es así. Allí donde la presión fiscal es más alta también lo es el gasto social y, por supuesto, el peso del sector público en la economía. Ese déficit de presencia pública en la economía se echa de menos ahora.
Conclusiones. Ahora la política elude su responsabilidad. No paran de repetir una frase para aparentar preocupación y mostrar iniciativa. La citan, la repiten y detrás de ella sólo hay vacío. «Hay que cambiar el sistema productivo». No. Quieren hacer lo mismo. El poder político sigue cautivo de los intereses económicos para no discutir sus privilegios. Si es necesario, como sucede en la fiscalidad, toma decisiones a escondidas, sin información ni participación social. Sí, la crisis es política. Y las soluciones también.
Se va a seguir destruyendo empleo, van a culpar a los salarios y a condicionar nuevas reformas y, desde ya, con el objetivo de absorber los déficit públicos creados ayudando a la banca, los gobiernos van a arremeter contra el gasto social. Para ello cuentan entre sus armas con la ausencia de información y de debate; y la manipulación de la opinión pública. No les interesa debatir lo más mínimo. Quieren una sociedad anodina y desmovilizada, mientras nosotros y nosotras necesitamos una sociedad comprometida, consciente y solidaria.
El sindicalismo que opta por no dar cobertura a gobiernos y patronal en esos objetivos tiene mucho trabajo. Tiene que esforzarse en proponer alternativas, socializarlas y movilizar sus fuerzas. Tiene que explicar sus razones, que las tiene, y muy poderosas. Tiene que organizar a su militancia para que esas propuestas lleguen, se debatan y calen en la sociedad, empezando por la clase trabajadora. Sólo así se verán obligados a cambiar esas políticas. Necesitamos un rearme cultural, social y político. La campaña que va a desarrollar la mayoría sindical vasca tiene esos objetivos: que la militancia sindical ocupe el espacio que le corresponde en nuestra sociedad. Sin pedir permiso a nadie.
miércoles, 30 de septiembre de 2009
Los sindicatos, más necesarios que nunca-Juan Torres López
PUBLICADO EN SISTEMA DIGITAL EL 28 de septiembre de 2009
La implantación de las políticas neoliberales desde hace ahora casi justo treinta años ha estado vinculada muy directamente con la continua disminución del poder sindical y se ha basado en gran medida en provocar la máxima desconfianza de los trabajadores hacia los sindicatos.
En las dictaduras que sirvieron como campo de experimentación para las políticas liberales se recurrió para ello a la pura eliminación física de miles de sindicalistas. Una práctica, por cierto, que aún no ha desaparecido: en 2008 fueron asesinados 76 sindicalistas en todo el mundo y 49 de ellos sólo en Colombia a manos de paramilitares de extrema derecha o fuerzas del Estado que han asesinado a 2500 en los últimos 20 años.
La revolución conservadora de Reagan y Tatcher se enfrentó sin contemplaciones con los sindicatos pero su estrategia demasiado contundente estuvo a punto de producir un peligroso efecto rebote contra la propia patronal. Así, y al igual que la retórica revolucionaria en política económica se reconvirtió más tarde en el más tecnocratizado y neutro "ajuste estructural", el enfrentamiento directo con los sindicatos se sustituyó por una forma más suave y sibilina de socavar su influencia y su poder de negociación.
En lugar de combatirlos fieramente, en primer lugar se puso a su disposición una parte pequeña en términos relativos pero sustancialmente grande de recursos materiales y financieros procedentes del sector público (lo que de paso también permitía fortalecer a las organizaciones patronales). Con ellos se ha generado y alimentado en muchos países una burocracia sindical más preocupada de gestionar la provisión de bienes y servicios (turísticos, inmobiliarios, financieros,...) y de autoreproducirse que de movilizar a los trabajadores en defensa de sus intereses. Entre otras cosas, porque la "paz social" y la desmovilización es el precio explícito que hay que pagar para que se sigan sosteniendo las organizaciones que, al amparo de esta "generosa" política gubernamental, se han convertido en empresas tan costosas que no pueden autofinanciarse con las solas cotizaciones de sus afiliados.
En segundo lugar, se han ido estableciendo paralelamente regímenes cada vez más descentralizados de negociación y de establecimiento de las condiciones laborales. Bien de modo directo, en muchos casos y como aspira a conseguir la patronal española, o indirecto a través de la flexibilización, de la expansión del empleo temporal, de la desarticulación y desmembramiento de las grandes empresas y, por supuesto, de la disminución de la capacidad de resistencia de los trabajadores gracias a las políticas deflacionistas que han generado deliberadamente el desempleo que desarma y desmoviliza a los trabajadores.
Finalmente, el debilitamiento de los sindicatos ha sido la inevitable consecuencia de la cultura del individualismo que ha promovido el neoliberalismo, de la material destrucción de lazos e infraestructuras para la interrelación y el encuentro social, y de una bien estudiada estrategia comunicativa orientada a difundir constantemente la idea de que las organizaciones sindicales son simplemente estructuras corruptas, inútiles, que solo defienden a sus afiliados (como si eso, por cierto, fuese malo), y dominadas por dictadores y haraganes de las que deben huir los trabajadores que de verdad quieran conseguir mejores condiciones de trabajo.
Esta continua presión de los poderes para dificultar la actuación de los sindicatos en defensa de los trabajadores y para desnaturalizar su función ha tenido éxito: muchos líderes y sindicalistas se han derechizado al amparo de los privilegios que tienen a su alcance y la desconfianza fundada o no que se ha generado ha dado lugar a una casi general disminución en las tasas de afiliación sindical en los últimos años.
En España este proceso ha sido quizá más agudo. Principalmente, como consecuencia de la debilidad intrínseca de un sindicalismo que provenía de la dictadura y del contexto más difícil en que han debido actuar los sindicatos cuando la consolidación de los derechos sociales que ha traído la democracia y el retardado Estado del Bienestar han estado constantemente amenazados y limitados por el impacto de las políticas neoliberales que al mismo tiempo se han aplicado.
La consecuencia ha sido que nuestra tasa de afiliación (15%) es de las más bajas de la OCDE (detrás de la de Estados Unidos y Francia, aunque por razones y en condiciones muy distintas) y que haya bajado en más de diez puntos desde el inicio de la democracia. Y no creo que se pueda considerar como un simple fruto de la casualidad que nuestra baja afiliación sindical (y la más alta afiliación de las empresas españolas a las organizaciones patronales, 72%) haya ido paralela en estos últimos años con una peor evolución del empleo (más precario), del paro (más numeroso), de los salarios reales (más bajos) o del mayor número de trabajadores pobres.
El sentido común más elemental indica que cuanto más poder de negociación tienen los sindicatos y más trabajadores afiliados haya, mejores serán las condiciones de trabajo que podrán conseguirse. Si no fuera así, no se entendería el constante combate que los empleadores y la patronal mantienen con las organizaciones sindicales, el descrédito que permanentemente tratan de sembrar y las dificultades de todo tipo que las empresas más poderosas imponen para impedir que sus trabajadores se afilien a los sindicatos.
Si los sindicatos no fueran en realidad un arma fundamental para que los trabajadores defiendan mejor sus posiciones frente a la patronal, las dictaduras al servicios de los grandes capitales no perseguirían a los sindicalistas, ni prohibirían la actividad sindical, y las patronales de nuestras democracias pedirían que se favoreciera la presencia de todos los sindicatos en sus empresas, la extensión de la negociación colectiva, o la mayor afiliación posible,... es decir, justamente lo contrario de lo que hacen.
Pero no sólo lo dice el sentido común. Las investigaciones científicas (que lógicamente no gozan de gran audiencia en los medios que controlan la patronal y las grandes empresas) muestran claramente que el conjunto de los trabajadores disfruta de mejores condiciones laborales y de mayores ingresos allí donde hay negociación colectiva de la mano de los sindicatos. Y que donde no la hay, los trabajadores sindicados reciben indemnizaciones más elevadas que los que no pertenecen a sindicatos, o disfrutan de más derechos laborales como vacaciones o asistencia sanitaria pagada por la empresa. Como también se ha demostrado que la menor tasa de afiliación sindical y el menor poder de negociación de las organizaciones sindicales ha contribuido al aumento de la desigualdad y de brecha sindical que se ha producido en los últimos años. Incluso un informe sobre relaciones industriales de la Comisión Europea de este mismo año estimaba que un incremento del 10% de la tasa de sindicación reduce las desigualdades salariales un 2% y que un incremento del 10% en la cobertura de las negociaciones colectivas conlleva una bajada del 0,5% de la pobreza en el trabajo.
No hay duda. Las patronales y sus representantes saben perfectamente lo que significa que en un país haya sindicatos fuertes, libres e independientes y por eso los debilitan, los condicionan y los hacen dependientes del dinero público.
Cuando eso se consigue, la reacción de una gran parte de la izquierda y de millones de trabajadores es el desafecto hacia las organizaciones sindicales "entregadas", produciéndose así un círculo vicioso dramático que solo concluye con el deterioro progresivo de las condiciones laborales.
La existencia de sindicatos fuertes y comprometidos con los intereses de los trabajadores es hoy día es más trascendental que nunca. Y por eso es tan importante apoyarlos. En lugar de limitarse a lamentar las consecuencias que haya podido tener su rendición o impotencia ante las estrategias neoliberales lo inteligente sería evitarlas, empoderarlos y darles la fuerza que les permita hacerse fuertes frente a una patronal que se fortalece continuamente pero que es cada vez más irracional y egoísta.
La implantación de las políticas neoliberales desde hace ahora casi justo treinta años ha estado vinculada muy directamente con la continua disminución del poder sindical y se ha basado en gran medida en provocar la máxima desconfianza de los trabajadores hacia los sindicatos.
En las dictaduras que sirvieron como campo de experimentación para las políticas liberales se recurrió para ello a la pura eliminación física de miles de sindicalistas. Una práctica, por cierto, que aún no ha desaparecido: en 2008 fueron asesinados 76 sindicalistas en todo el mundo y 49 de ellos sólo en Colombia a manos de paramilitares de extrema derecha o fuerzas del Estado que han asesinado a 2500 en los últimos 20 años.
La revolución conservadora de Reagan y Tatcher se enfrentó sin contemplaciones con los sindicatos pero su estrategia demasiado contundente estuvo a punto de producir un peligroso efecto rebote contra la propia patronal. Así, y al igual que la retórica revolucionaria en política económica se reconvirtió más tarde en el más tecnocratizado y neutro "ajuste estructural", el enfrentamiento directo con los sindicatos se sustituyó por una forma más suave y sibilina de socavar su influencia y su poder de negociación.
En lugar de combatirlos fieramente, en primer lugar se puso a su disposición una parte pequeña en términos relativos pero sustancialmente grande de recursos materiales y financieros procedentes del sector público (lo que de paso también permitía fortalecer a las organizaciones patronales). Con ellos se ha generado y alimentado en muchos países una burocracia sindical más preocupada de gestionar la provisión de bienes y servicios (turísticos, inmobiliarios, financieros,...) y de autoreproducirse que de movilizar a los trabajadores en defensa de sus intereses. Entre otras cosas, porque la "paz social" y la desmovilización es el precio explícito que hay que pagar para que se sigan sosteniendo las organizaciones que, al amparo de esta "generosa" política gubernamental, se han convertido en empresas tan costosas que no pueden autofinanciarse con las solas cotizaciones de sus afiliados.
En segundo lugar, se han ido estableciendo paralelamente regímenes cada vez más descentralizados de negociación y de establecimiento de las condiciones laborales. Bien de modo directo, en muchos casos y como aspira a conseguir la patronal española, o indirecto a través de la flexibilización, de la expansión del empleo temporal, de la desarticulación y desmembramiento de las grandes empresas y, por supuesto, de la disminución de la capacidad de resistencia de los trabajadores gracias a las políticas deflacionistas que han generado deliberadamente el desempleo que desarma y desmoviliza a los trabajadores.
Finalmente, el debilitamiento de los sindicatos ha sido la inevitable consecuencia de la cultura del individualismo que ha promovido el neoliberalismo, de la material destrucción de lazos e infraestructuras para la interrelación y el encuentro social, y de una bien estudiada estrategia comunicativa orientada a difundir constantemente la idea de que las organizaciones sindicales son simplemente estructuras corruptas, inútiles, que solo defienden a sus afiliados (como si eso, por cierto, fuese malo), y dominadas por dictadores y haraganes de las que deben huir los trabajadores que de verdad quieran conseguir mejores condiciones de trabajo.
Esta continua presión de los poderes para dificultar la actuación de los sindicatos en defensa de los trabajadores y para desnaturalizar su función ha tenido éxito: muchos líderes y sindicalistas se han derechizado al amparo de los privilegios que tienen a su alcance y la desconfianza fundada o no que se ha generado ha dado lugar a una casi general disminución en las tasas de afiliación sindical en los últimos años.
En España este proceso ha sido quizá más agudo. Principalmente, como consecuencia de la debilidad intrínseca de un sindicalismo que provenía de la dictadura y del contexto más difícil en que han debido actuar los sindicatos cuando la consolidación de los derechos sociales que ha traído la democracia y el retardado Estado del Bienestar han estado constantemente amenazados y limitados por el impacto de las políticas neoliberales que al mismo tiempo se han aplicado.
La consecuencia ha sido que nuestra tasa de afiliación (15%) es de las más bajas de la OCDE (detrás de la de Estados Unidos y Francia, aunque por razones y en condiciones muy distintas) y que haya bajado en más de diez puntos desde el inicio de la democracia. Y no creo que se pueda considerar como un simple fruto de la casualidad que nuestra baja afiliación sindical (y la más alta afiliación de las empresas españolas a las organizaciones patronales, 72%) haya ido paralela en estos últimos años con una peor evolución del empleo (más precario), del paro (más numeroso), de los salarios reales (más bajos) o del mayor número de trabajadores pobres.
El sentido común más elemental indica que cuanto más poder de negociación tienen los sindicatos y más trabajadores afiliados haya, mejores serán las condiciones de trabajo que podrán conseguirse. Si no fuera así, no se entendería el constante combate que los empleadores y la patronal mantienen con las organizaciones sindicales, el descrédito que permanentemente tratan de sembrar y las dificultades de todo tipo que las empresas más poderosas imponen para impedir que sus trabajadores se afilien a los sindicatos.
Si los sindicatos no fueran en realidad un arma fundamental para que los trabajadores defiendan mejor sus posiciones frente a la patronal, las dictaduras al servicios de los grandes capitales no perseguirían a los sindicalistas, ni prohibirían la actividad sindical, y las patronales de nuestras democracias pedirían que se favoreciera la presencia de todos los sindicatos en sus empresas, la extensión de la negociación colectiva, o la mayor afiliación posible,... es decir, justamente lo contrario de lo que hacen.
Pero no sólo lo dice el sentido común. Las investigaciones científicas (que lógicamente no gozan de gran audiencia en los medios que controlan la patronal y las grandes empresas) muestran claramente que el conjunto de los trabajadores disfruta de mejores condiciones laborales y de mayores ingresos allí donde hay negociación colectiva de la mano de los sindicatos. Y que donde no la hay, los trabajadores sindicados reciben indemnizaciones más elevadas que los que no pertenecen a sindicatos, o disfrutan de más derechos laborales como vacaciones o asistencia sanitaria pagada por la empresa. Como también se ha demostrado que la menor tasa de afiliación sindical y el menor poder de negociación de las organizaciones sindicales ha contribuido al aumento de la desigualdad y de brecha sindical que se ha producido en los últimos años. Incluso un informe sobre relaciones industriales de la Comisión Europea de este mismo año estimaba que un incremento del 10% de la tasa de sindicación reduce las desigualdades salariales un 2% y que un incremento del 10% en la cobertura de las negociaciones colectivas conlleva una bajada del 0,5% de la pobreza en el trabajo.
No hay duda. Las patronales y sus representantes saben perfectamente lo que significa que en un país haya sindicatos fuertes, libres e independientes y por eso los debilitan, los condicionan y los hacen dependientes del dinero público.
Cuando eso se consigue, la reacción de una gran parte de la izquierda y de millones de trabajadores es el desafecto hacia las organizaciones sindicales "entregadas", produciéndose así un círculo vicioso dramático que solo concluye con el deterioro progresivo de las condiciones laborales.
La existencia de sindicatos fuertes y comprometidos con los intereses de los trabajadores es hoy día es más trascendental que nunca. Y por eso es tan importante apoyarlos. En lugar de limitarse a lamentar las consecuencias que haya podido tener su rendición o impotencia ante las estrategias neoliberales lo inteligente sería evitarlas, empoderarlos y darles la fuerza que les permita hacerse fuertes frente a una patronal que se fortalece continuamente pero que es cada vez más irracional y egoísta.
sábado, 12 de septiembre de 2009
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